Esta semana ha ocurrido lo peor en mi pueblo. Un pequeño
negocio familiar (una pizzería) ha cerrado.
Cada vez que cierra un negocio se produce una conmoción en
el cielo de los economistas y un ángel economista pierde sus alas.
Puede parecer una exageración pero es cierto que creo que, el
que cierre un negocio, es de lo peor que puede pasarle a nuestra exigua
economía. Cuando uno observa que los negocios cercanos no funcionan, que un
autónomo, asfixiado por bancos, por trámites o por hacienda no gana lo
suficiente para vivir dignamente y tiene que cerrar es que algo no funciona en
nuestra economía. Cuando todo el mundo quiere un subsidio, una pensión o ser funcionario
(sí, sí, ya sé que me repito, que los tres son casi sinónimos), es que vivimos
en una sociedad enferma.
Posiblemente sea verdad, que por ahí hay empresarios que
ganan fortunas a costa de los trabajadores, pero los que yo conozco de verdad subsisten
a duras penas a costa de echar más horas de trabajo de las que hay en el reloj.
Y es más, la mayoría de los hijos de los
autónomos que conozco no quieren trabajar en el negocio del padre. Conozco
albañiles, agricultores, dependientes, pintores… y la mayoría de sus hijos (no
todos, pero sí la inmensa mayoría) están con carreras universitarias en el
paro. Eso sí que es triste porque ¿quién conoce mejor la marcha de un negocio y
sus penalidades sino la misma familia? Y si los hijos prefieren la aventura de
una profesión nueva, en la que no saben si tienen siquiera posibilidades, antes
que la profesión de sus padres, es que nuestra organización económica andaluza
está sencillamente muriéndose.